Símbolo y Teología

 

I. Fundamento protológico: Dios, tres Personas y una naturaleza


“Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae […]. «[…] hay entre vosotros algunos que no creen.» […] Y decía: «Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre». Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”. 

1. Unidad en diversidad 


Las naciones indígenas se comunicaban y se comunican con imágenes o signos, que asocian muchos sentidos, y que unifican sus diversos idiomas. Con ellos confeccionaban verdaderos libros o lienzos, en los que los dibujaban, para plasmar gráficamente su sabiduría.         
Para una parte considerable del pueblo peregrino al Tepeyac es posible encontrar en la escritura con dibujos, que es la Imagen no pintada por mano humana, de Nuestra Madre de Guadalupe, sentidos convergentes a lo que narra el Nican mopohua con letras (al fin y al cabo, aunque de sonidos, dibujos también).

 

 


Podemos ver cómo la totalidad de la preciosa y dinámica Persona de Nuestra Señora, es concordia y mestizaje entre etnias y humanidades diferentes. Así, está al mismo tiempo orando o rezando con las manos juntas, a modo español; pero también a punto de iniciar un paso de danza, como lo indican también dichas manos, más su pie derecho apoyado y su pierna izquierda levemente flexionada.     
La danza o “merecimiento” es, para los indios, la máxima forma de reverenciar, corresponder, agradar y orar a Dios. Toda Ella es un Sol, esta divinizada; y, rezando, merece fecundidad para los diversos pueblos. 

 


Es cultura la forma o el modo en que trascurre la historia entre los orígenes del género humano hasta su consumación y plenitud en el fin de los tiempos. Es el cultivo que las personas reunidas en pueblo hacen de las relaciones consigo mismas, entre ellas, con la naturaleza en general y con lo trascendente. Es un esfuerzo creador con el que buscan perfeccionar todo lo existente, al mismo tiempo que desarrollan y maduran su humanidad; es entonces esa actividad que realizan las mujeres y los hombres, y en la cual se autorrealizan como tales, haciendo del mundo un auténtico hogar.


Y hablamos de culturas, porque cada pueblo realiza ese cultivo humanizador de acuerdo a un estilo de vida propio, en consonancia con una peculiar jerarquía o escala de valores o desvalores. Lo hace así, de acuerdo a preferencias o indiferencias, a inclinaciones profundas o a hábitos buenos (virtudes) o malos (vicios), que son el talante que identifica la totalidad de su vida colectiva, en las diversas dimensiones de su existencia (familiar, política, económica, religiosa, etc.). Encarnando de esta manera un modo de ser común, que a la vez es configurado y manifestado, por un mundo de estructuras o formas (simbólicas, sociales, tecnológicas) en las que se corporiza.


Ahora bien, como ninguna cultura agota el universo de lo humano, cada una de ellas debe, además de respetar la autonomía de las demás, dejarse cuestionar e interpelar por las realidades profundas y visibles de las diferentes y de la vida en general. Así, vinculando con lo que exponíamos anteriormente, hay que evitar tanto la sobrevaloración como el rechazo de cualquiera de ellas y de sus memorias. En tal sentido, es prudente y edificante, esforzarnos por tener aprendizajes o experiencias, que nos posibiliten superar y transgredir, los inevitables cercos que implican las riquezas recibidas de aquel modo de ser común y tradición que nos da a luz y cobija.

 

Cultura debería ser así equivalente a “…vivir para comprender y comprender para vivir...”.  Es de esta forma como tendría siempre un carácter personal y personalizador, originando procesos auténticamente humanizadores centrados en el diálogo total. Ayudando a todos en la búsqueda permanente de entender, de interpretar e interpretarnos, de adaptarnos permanentemente con sucesivas y constantes lecturas y redefiniciones a las condiciones inéditas que surgen por doquier, en el fluir constante de todo lo que es y existe sobre la faz de la tierra.


Eclesialmente, es sumamente perentorio, que logremos transitar hoy una post-cristiandad (no un post-cristianismo), superando actitudes o concepciones que no respeten, comprendan o entiendan a una cultura o persona no cristiana.  Y, hacia adentro de los límites visibles de la Iglesia, a nivel universal y particular, manifestando el misterio de diversidad en el que se funda su ser (Dios Trino), dejando de vivir la unidad (que también es su origen, Dios uno), con notas o pretensiones de uniformidad. 
  

 

2. Redimir en particularización 


Nuestra Señora de Guadalupe tiene un jade ovalado como el que tenían las imágenes sagradas indias en épocas prehispánicas. Esa piedra preciosa, que les ponían sobre sus pechos, significaba para ellos el corazón, el alma que daba vida a dichas imágenes. En este caso, la diferencia es que el jade tiene la cruz de los cristianos en el medio. Ella se muestra así como la Madre de los que portan la cruz. El color negro de la misma, que entre los indígenas remitía al sacerdocio y al sacrificio, refiere, en este caso y de esta manera, al sacerdocio y sacrificio de Cristo.  Se ve así, también en este detalle, sobre el cuello de la Virgen, el diálogo y fusión entre dos universos culturales y religiosos, que aunque convergentes, muy distintos.   

 

  
 
Además, Ella, de cuyo vientre parecen irradiarse, para bien de todo lo creado, los rayos solares, concierta y llena de diálogo en sí misma, a la vez Virgen y Madre, a todo el cosmos (sol o día, con cielo con estrellas o noche, luna con tierra). Así, Nuestra Señora, conciliando todos los contrarios, hizo entender a los indios, en la continuidad y superación de lo anterior, de la herencia recibida de sus padres y abuelos, que ellos ya no tenían que ofrecer físicamente sangre humana, propia o ajena, para sostener al universo; al hacerles comprender y vivir en 1531 que, para la supervivencia del todo, ya había derramado la suya Jesucristo en la Cruz. De esta manera, armonizándolo con su pasado, dio certeza de futuro al pueblo de Juan Diego y llenó de vida plena su presente.

 

Cualquier existencia humana se da inserta y se expresa en el flujo de una particular tradición. Ella es precisamente la forma más codificada de la memoria colectiva y posibilita la epifanía de los pueblos y personas, tanto al organizar dicha memoria, como al habilitarla para ese trabajo comunitario e individual de interpretación continua. Al mismo tiempo que nos enriquece, preservándonos del olvido y de la insignificancia, nos condiciona, al ofrecernos modos de vida y palabras siempre limitados. Modos de vida y palabras, que estamos llamados a fecundar con nuestras propias realizaciones, favoreciendo la vivencia de la tradición como recreación.

 

Esto último, la recreación de la memoria colectiva, supone y exige un manejo del poder entendido como servicio; es decir, que los que lo ejercen sean realmente autoridades, que respetando la libertad de todos los demás, favorezcan su crecimiento y aporte existencial.

 

Además, cuando se da el encuentro entre personas de tradiciones diversas, reconocer al otro, y evitar que esa coincidencia (espacio-temporal) derive en un choque o conmoción, implica, al mismo tiempo, cierta traición y renuncia a las canonicidades de la propia memoria; para poder así acercarse, y llegar a ser ciertamente prójimo o próximo de aquel o aquello que es diferente. Aceptando amablemente que sus modos de ser y manifestaciones, aunque no coincidan con los de uno, son también patrimonio, regla o norma de lo humano. A la vez, esos cambios o renuncias, no pueden darse sin el mantenimiento de algunas constantes que nos sigan situando y habilitando para la  comunicación.

 

La capacidad para admitir y asumir innovaciones es así limitada, comunitaria e individualmente, y en esa dinámica evolutiva de las tradiciones, tanto en el interior de cada una de ellas como en su relación con las otras. Es que la  “...aceptación de cambios [...] no puede ser tan veloz y excluyente que torne imposible, hasta hacerlo irreconocible, [... el recorrido histórico] del cual procedemos y en el cual, querámoslo o no, nos encontramos ubicados lingüística y emocionalmente”.  Teniendo en cuenta todo lo anterior, sólo entonces podemos compartir o enseñar algo, como la Buena Noticia por ejemplo; si al mismo tiempo aprendemos o nos dejamos transformar por nuestros interlocutores, cultivando una interacción, efectiva y afectiva, en la cual juntos vamos desvelando y manif6stando la verdad.

 

Además, somos muy limitados en lo que cada uno puede ver y saber: dentro del mundo humano objetivo, que es aquella porción de lo existente que se encuentra al alcance de nuestra especie y está constituido por lo que todas las mujeres y los hombres, en igualdad de condiciones, podemos llegar a percibir; se recorta además el mundo propio, que es la pequeña parte que efectivamente cada uno de nosotros puede llega a conocer, con inevitables afinidades, intereses y prejuicios, de ese mundo humano objetivo. Este poquito, sin embargo, como pueblos y personas, al mismo tiempo con humildad y valentía, estamos llamados a ponerlo al servicio del bien general. Así, y para ejemplificar lo que se quiere expresar, como Iglesia latinoamericana debemos intentar vivir la relación fe-razón, embelleciendo a todo el pueblo de Dios, desde la lógica y pensamiento conciliador y sincrético que caracterizan a nuestra gente.

 

3. Presencia en situación 


La flor de cuatro pétalos o nahui hollín es para los indios como para nosotros el crucifijo, o sea claro signo de lo divino. Bajo la cinta negra, en la cintura y en el vientre de Nuestra Madre de Guadalupe, la muestra encinta o embarazada de Dios. A la vez, su pelo suelto, de raya al medio, indica en la cultura de Juan Diego, que esta Mujer es Virgen.

 

Jesucristo, comprendieron, al verla los pueblos originarios de México, es nuestro Dios de siempre y, su Madre-Virgen, viene a darlo a luz entre nosotros; viene a visitarnos para traernos al Niño Dios y llenarnos de vida.

 


 
Los españoles, sin darse cuenta de nada de lo anterior, vieron en Ella a la Inmaculada, a la Mujer descripta por el libro del Apocalipsis, y luego también, al conocer su nombre, a la que se llamaba igual que la Patrona de Extremadura, que era la patria de Cortés y de la mayoría de los conquistadores.


La dimensión religiosa de la cultura, en la que se plantean los interrogantes fundacionales de los misterios de la vida y de la muerte, es la más integradora y la que subyace a todas las demás.

 

“Lo esencial de la cultura está constituido por la actitud con que un pueblo afirma o niega una vinculación religiosa con Dios […] Estos tienen que ver con el sentido último de la existencia y radican en aquella zona más profunda, donde el hombre encuentra respuestas a las preguntas básicas y definitivas que lo acosan, sea que se las proporcionen con una orientación positivamente religiosa o, por el contrario, atea. De aquí que la religión o la irreligión sean inspiradoras de todos los restantes órdenes de la cultura –familiar, económico, político, artístico, etc.– en cuanto los libera hacia lo trascendente o los encierra en su propio sentido inmanente”.

 
¿De dónde provengo? ¿Hacia dónde voy? ¿Cuál es el sentido de mi hoy y dónde puede encontrarlo? ¿En qué consisten el amor y la culpa, la justificación o la condenación personal? Son preguntas radicales que relacionan y vinculan con el principio y el fin.  Son cuestiones que pulsan siempre en el subsuelo de nuestro peregrinar histórico e influyen sobre el mismo, a veces secretamente y siempre con intensidad, y que nos ponen en la frontera con el Infinito o con la nada. Su planteo, búsqueda, expresión e intentos de llegar a respuestas, necesarios para una vida responsable, exigen saberes que superen lo meramente técnico.


Este nivel del modo de ser de un pueblo es religioso en cuanto totalizante y último; es decir, en cuanto impregna de modo esperanzado o fatalista a los demás. Cabe aclarar, que en tanto brota del ser humano, de su existencia experimentada como no necesaria, fugaz e inestable (pues hay muchas situaciones sobre las que no podemos disponer con nuestras solas fuerzas), se distingue de la religión de Cristo, que es fruto de la revelación de Dios y no de la capacidad de nuestra naturaleza. Revelación, eso sí, que nos enseña realidades jamás sospechadas, tanto sobre nuestro origen y destino, como sobre nuestro peregrinar. Ahora bien, ya sea cuándo la Iglesia anuncia el Evangelio a una cultura determinada, cómo si ella lo recibe, hay que saber aprovechar las oportunidades que nos brindan su núcleo y forma de religiosidad propia, sean como sean.


Para lograrlo, es necesario buscar un conocimiento de dichas religiosidades y de las culturas de las que forman parte, “...no sólo por vía científica, sino también por la connatural capacidad de comprensión afectiva que da el amor...”.  Sólo desde el amor y amor misericordioso, desde el compartir y dejarse afectar por la existencia del otro, y no desde un análisis meramente intelectual, encontraremos las llaves para llegar a cada específico modo de ser común. Para llegar a empaparlo de y con Jesucristo, confirmando y fortaleciendo lo positivo que tengan a nivel visible o en su horizonte de sentido; y denunciando, criticando y corrigiendo, si hemos hecho ya lo anterior (repito: si hemos hecho ya lo anterior), y para hacer más humanas las estructuras en que los pueblos y personas viven y se expresan, lo que en esas culturas, tanto en sus inspiraciones profundas o en sus manifestaciones concretas, pueda haber de pecado o idolatría.

 

 

 

 

II.Testimonio presente: Jesucristo, la Palabra y las palabras


“Jesús dijo entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios»”.

 

 

4. Ejemplaridad en actualidad


Los españoles vieron, bajo Nuestra Madre de Guadalupe, a un ángel (de rostro un poco adusto, feo y serio, según sus cánones estéticos). Para los indios, ese ser alado, que a la vez está bajo la sombra de la Señora y que de Ella recibe su luz, es entre otras realidades, el mismísimo indio Juan Diego. Las alas de águila remiten al nombre indígena del santo mensajero: Cuauhtlatoatzin o “águila que habla”. Refieren, de esa forma, al Señor que habla como águila, que es aquél que explica las cosas y sabiduría, tanto de Dios como de su pueblo; pues el águila era el símbolo del dios Sol, del pueblo del Sol y del nacimiento de ambos.

 

 


 
Juan Diego tiene ojos y oídos grandes porque escuchó y vio una verdad que él, como mensajero digno de confianza, debe transmitir o mediar. Una Verdad que une cielo y tierra, una Verdad de Salvación, pues con una de sus manos toma el vestido de la Virgen, que es también la tierra, y con la otra el Cielo o manto de la Señora. 


Con su abajamiento, es el modo como Jesús nos manifiesta entonces tanto el Misterio inasible del Amor Uno y Trino, como el de nuestra dignidad. Es así, tomando nuestra naturaleza en forma concreta y, por lo tanto, co-asumiendo con ella toda su índole espacial e histórica, perteneciendo en su vida terrena a un pueblo, a una cultura, a un sector social, la manera en que la Palabra nos hace partícipes de su Vida eterna. En analogía a este misterio de la encarnación, el Pueblo de Dios está llamado a encarnarse y co-asumir en todo tiempo y lugar; y a continuar así el ser, misión y mediación de Cristo, para manifestar que la historia es historia de salvación. 


En dicho contexto, la fe de los pobres sigue siendo el más precioso tesoro que posee la Iglesia. Nuestro Padre ha elegido y elige para revelarse, y Jesucristo lo alaba por eso, a la gente sencilla. El paso del Antiguo Testamento al Nuevo, efectivamente, se realizó –y se realiza hoy más eficazmente, podemos decir– en la fe de ellos, que revela y celebra nítidamente esa historia salvífica. 


La fe de los pequeños, de  las personas comunes que cruzamos cada día en la calle, merece siempre respeto, pues capta, en una especie de intuición que abarca lo principal, el núcleo central del Misterio del Dios Amor, reconociendo el don recibido e intentado corresponderle. Y aunque esa fe no se haya desplegado en una reflexión intelectual, tipo cartesiana por ejemplo, detenida y desmembrada en muchos pasos y conocimientos parciales, puede captar incluso mejor, que la que sí lo ha hecho, ese centro fundamental.  Procuremos, en consecuencia, siempre pedir la gracia de tener “...los ojos y el corazón abierto a la Palabra de Dios que el Señor quiere pronunciar, a favor nuestro [y de todos], por la boca de los sencillos y de los que son como los niños...”.


Es así que, en Nuestra Madre y en los más pobres en general, la Iglesia, llamada a configurarse en la humildad y abnegación y no según la gloria del mundo, debe reconocer especialmente a Cristo, su fundador y paradigma. Contemplando entonces en ellos la norma de su ser y estar y, por lo mismo, la de su desinteresado y gratuito servicio de testimonio y comunicación de la Palabra.
Ocurre, que el acto de testimoniar es la proclamación de una verdad existencial, que a la vez que la sustenta, es garantizada por la vida del que lo da, cuando intenta que no haya disociación entre decir, hacer y ser. Dicho acto hace que la dicción y la palabra humana adquieran así toda su fuerza, tanto para el que quiera recibirla como para el que la emite. Y si bien todo testimonio se da encarnado en un tiempo y en un espacio concretos, y expresa una limitada manera de vivirlos, contiene una significación que trasciende esa circunstancia y a la existencia de la comunidad o persona que lo protagoniza. Particularísimamente, el de los más simples y pobres, muestra con intensidad especial la experiencia que los marca a fuego: la plena seguridad de que, finalmente, no tendrán la última palabra ni el mal ni la muerte. 

 

 


5. Poder en autoridad


Nuestra Madre de Guadalupe está pisando la luna; es decir, a lectura india, visitando México, que  literalmente, en lengua náhuatl (el idioma materno de Juan Diego), significa “en el ombligo o centro de la luna”. Su servicio, en América, se concreta entonces de esta forma, visitando, como cuándo fue a ayudar a su prima Isabel.     

 
María Santísima es una Mujer noble, que está de pie; o sea que su nobleza no se asocia a la dominación como la que ejercían los gobernantes de ese tiempo, que se presentaban a la gente sentados en sus tronos.

 

 

 


En el ángel (a ojos españoles, como ya dijimos), que está bajo la luna, los indios también ven representada su religión prehispánica. La forma de la cara del ser alado (rostro de niño con frente de anciano), los colores, las alas de águila, las puntas de las plumas; remiten, entre otros elementos, a nombres que ellos daban al Ser Supremo y a formas de expresar su religiosidad.

 

Observan así los indios, en lo anterior, muchos de los sentidos y conocimientos enseñados por sus mayores y ancianos. Sentidos y conocimientos, que la Señora, muestra como base, fundamento y raíz, de esa visita de Ella, que les trae las flores de Dios.


El encuentro entre el proyecto religioso-político castellano con los pueblos originarios de América, ocurrido a partir de 1492, provocó un trauma y un conflicto social de enormes dimensiones. Es un acontecimiento que, además y en cierta forma, revela las actitudes, ideologías y comportamientos generales de occidente y su religión cristiana ante el diferente y lo no occidental.

 

La conquista emprendida por el europeo fue principalmente el resultado de las relaciones de los españoles del Reino de Castilla con los indígenas, de las vinculaciones de ese yo hispánico, que se consideraba superior, normativo y ortodoxo, con los indios. Y sin olvidar que no hubo unanimidad de opiniones y sí muchas controversias, en cuanto a la consideración y el consecuente trato que debían dar a los indígenas, partiendo de un bagaje intelectual propio de la época medieval y de sus experiencias previas con judíos y musulmanes, casi todos emitieron un juicio de valor totalmente negativo sobre las posibilidades intelectuales y morales de los americanos.


Juicios y palabras que, como consecuencia última, llevaron a la negación de la identidad cultural y religiosa de los pueblos indios; que, en definitiva, quedaron sumidos en una situación de desestructuración simbólica. Es decir, que se vieron descolocados con respecto a su propia tradición; sin sentidos, sin saber o dudando de dónde venían, de cuál era su ubicación en el presente y de si tenían algún destino o sitio hacia dónde dirigirse. Sumergidos en una coyuntura de mucha angustia, de la que podría haber resultado, finalmente, su muerte total.

 

El trauma no se consumó en esta línea apocalíptica porque milagrosamente fue revertido por Nuestra Señora de Guadalupe. Su visita es así muy actual también desde esta perspectiva, ya que todavía, y Ella puede ayudarnos a hacerlo, la llamada cultura occidental, muy habituada a dominar e imponer, tiene el desafío de llegar a reorientarse responsablemente ante la alteridad. El desafío de admitir, para no provocar situaciones análogas a la explicitada, que hay aspectos de la vida ajena que no se pueden manipular.  Como bien nos da ejemplo Nuestra Madre con su servicio, que recupera lo previo de sus interlocutores; para así presentar, comunicar y suscitar la novedad que les traía, persuasiva y suavemente, sin imposiciones de lo propio, ni negaciones de lo ajeno.

 

 

6. Maternidad en misericordia


Mirar de frente es en el contexto cultural del indio, distinto del europeo, agredir y/o mostrar una superioridad ofensiva o pedante; en cambio, hacerlo de perfil y hacia abajo, que es la mirada con la que Nuestra Madre de Guadalupe se estampó en la tilma o ayate de Juan Diego, es mirar con suma delicadeza, respeto y verdadera autoridad materna. Nos expresa Ella así, que no somos sus esclavos, que nos ama, piensa en nosotros y constantemente nos está cuidando.

 


 
Nuestra Señora, con su cabeza inclinada, se quedó mirándonos así para siempre; y toda su respetuosa visita y delicada intervención, son para mostrarnos a su Hijo, a Aquel que hace que Ella nos mire con Misericordia o Amor incondicional. Así, nos sigue provocando y movilizando a edificar un mundo mejor, en el que todos seamos respetados y podamos tener un lugar, en el que nadie se quede afuera, en el que nadie sea esclavo.

 

La Evangelización de las culturas, que presupone tanto el respeto de la autonomía de lo temporal, como el de la trascendencia y libertad de la fe, se trata de un encuentro, intercompenetración y enriquecimiento mutuo entre la Buena Noticia y el modo de ser peculiar de cada pueblo. Para que cada uno de ellos, recibiendo a Cristo, crezca en semejanza con Él y en su eficacia mediadora de lo divino, al ser ayudado a alcanzar la integración y unidad armónica entre todos sus niveles, dimensiones y elementos constitutivos.

 

Para lograrlo, es necesario propiciar y robustecer identidades maduras en el arte de ejercer la crítica, es decir, con criterio para saber discernir y ubicarse, sabia y responsablemente, en y desde su lugar propio y constitutivo. Identidades dinámicas, flexibles y empáticas, capaces de habitar el mundo reflexivamente, sin equiparar el universo de lo verdadero con lo que cada una pueda ser, hacer o concebir. Y que, de esta manera, no se afirmen a costa de negar a los otros, al dar carácter metafísico o de inamovible interpretación a sus perspectivas, y generando perversas e inalterables fundamentalizaciones, y/o la repetición mecánica y estéril de recetas o posiciones fijas y ahistóricas.

 

En el contexto de lo afirmado, es una gran liberación el fin de cualquier vivencia eclesial, tanto hacia adentro como hacia fuera de sus dimensiones visibles, que pretenda erigirse en la exégesis, manifestación o palabra única, absoluta, o definitiva de Dios y de su mensaje. Es decir, de toda vivencia del mandato de evangelizar como imposición caprichosa o adoctrinamiento, y no como generoso y humilde servicio de diálogo; muy criterioso a la hora de reformularse, en los aspectos que así lo permiten y exigen, según las enseñanzas de las diversas coyunturas.

 

Servicio gratuito destinado a pronunciar una Palabra, que manifieste y haga encontrar con un Ser capaz de movilizar los corazones comunitarios y personales; y no expresiones descolocantes, que sumergen en el sin sentido, en la perplejidad, y generan distintas muertes, parálisis y negatividades.  Viviendo maternalmente incluso nuestra virilidad y poder, configurándonos desde el Pobre y los pobres; y saliendo, como Pueblo de Dios, para unirlos a los de Cristo, al cruce de los dolores. Entregándonos de esta forma, misericordiosa y sacrificadamente, para dignificar comunicando y comunicar dignificando, al llenar todo con el Amor de Él y su salvación.

 

 

 

 

III. Orientación escatológica: Espíritu Santo, bienaventuranza y edificación común 


“«…En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. […] Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. […]El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. […]El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí […]». […]Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?... El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida»”.

 


7. Posible lo humanamente impensable


La dimensión salvadora de este acontecimiento, es también entonces expresada por el Tepeyac florecido, en un tiempo y lugar, en que era imposible que eso ocurriera. El símbolo de ese lugar y florecimiento, en el vestido de Nuestra Madre de Guadalupe, es la flor corazón o cerro que está bajo su brazo izquierdo. A diferencia de las otras flores grandes o cerro, está más iluminada y sólo rodeada de pequeñas flores abiertas. Tiene en su interior las volutas o dibujos del hablar y cantar; en este caso, del hablar y cantar divino, pues se trata de un sitio en el cual se está dando una Palabra de Dios para la humanidad.

 


 
Nuestra Señora, hace de toda su Imagen y Persona, saturada de flores, un espacio divino, fuente y río de gracia, en el que cualquiera que quiera hacerlo, en el momento que sea, podrá acceder a ellas al acercarse a su Sagrada Estampa en la tilma de Juan Diego; en la que aún hoy, podemos ver, tocar y disfrutar dichas flores. Todo redunda así, en un acontecimiento y mensaje de salvación; que la visita de Nuestra Madre, ayudada por el santo indio, y por el pueblo que muestra el camino a Ella, pone al alcance de todos, por más diferentes, y hasta incluso opuestos, que puedan ser entre sí.

 

En la búsqueda de que todas las culturas lleguen a ser “...renovadas, elevadas y perfeccionadas por la presencia activa del Resucitado, centro de la historia...”  y radical fundamento de todo, el evangelizador esta llamado y desafiado, para dejar trasvasar por Él y ellas su mensaje, a conocer el lenguaje, los símbolos y las inclinaciones profundas de cada particularidad a la que hace su anuncio. Es que, si bien “...la fe (que es aquello que busca suscitar la evangelización) y la Iglesia (la institución evangelizadora) se distinguen de la cultura y las culturas [,…] la evangelización se realiza en ellas, [y] ha de alcanzarla en sus raíces...”,  para llegar a inspirarlas con el dinamismo evangélico.


El término inculturación y la expresión evangelización de la cultura hacen referencia a dos polos de una misma realidad, considerada más en cuanto acto según dicho término y más en cuanto proceso o dinamismo según la mencionada expresión.  Ahora bien, en ambas caras de esa única moneda, hay que saber morir a todo prejuicio de univocidad cultural (por ejemplo, cultura es la europea y sólo ella); aprendiendo y sabiendo vivir lo católico, la unicidad y universalidad de la Iglesia, abiertos a las distintas tradiciones y a su florecimiento. Es decir, como la sinfonía de lo cultural, y no como la latinización o romanización excluyente de todo lo que no proceda de esa particularidad, sea a nivel de la acción, la celebración o la especulación.

 

En un momento, en el que a lo sumo algunos caritativos y excelentes evangelizadores, se dejaron cuestionar por un mundo muy distinto al suyo, asumiendo sólo algunos elementos objetivos del universo de los indios, pero en el que nunca, impensable que fuera de otra forma, dejaron de transmitir la fe ligada al modo hispánico de vivirla e imponiéndolo; Nuestra Madre de Guadalupe evangelizó la cultura del pueblo indio y evangelizó al pueblo indio desde su cultura, insertando y dejando traspasar su mensaje, en y por aquello, que en ese modo de ser, preparaba la llegada de su Hijo. Y al mismo tiempo, y con idénticos criterios, evangelizó más profundamente a los españoles, desde la cultura en parte cristiana que ya poseían.

 

Luego de afirmar y planificar lo positivo de ambos pueblos, al propiciar el crecimiento de sus realidades buenas, buscó corregir sus desvalores, pero sin matar o mutilar ninguna semilla o fruto del Verbo. Ojalá hagamos también hoy, bajo la luz de Nuestra Señora, posible lo anterior, compartiendo de esta forma la salvación y la gracia, fecundando todo con nuestro ser Pueblo entre pueblos, prolongando comunitariamente a Jesucristo.

 

 


8. Trascendencia en historia


La cara de María de Guadalupe, tan amable, es mezcla de razas, y revelándose Madre de todos, asume eso sí, el color de sus hijos más humillados de ese momento. Es que para 1531 ya había una gran cantidad de niñas y niños (de 10 u 11años a lo máximo), mestizos como Ella, de padre español y madre india, frutos en su mayoría de violaciones, que crecían rechazados y abandonados por sus progenitores.

Su color moreno entonces se transforma así, en el contexto de tanto choque traumático entre dos razas y culturas, en la posibilidad y oportunidad de reconciliación y hermandad entre ellas. En ese momento hace posible, lo que antes de Ella era imposible: que el mestizaje no fuera visto como vergüenza, sino como algo enriquecedor.
 

 

Es como si dijera esto que tú no quieres lo hago mi rostro. De esta forma, con su ser y proceder, al mismo tiempo que consuela y halaga, nos desafía a ser Madre como Ella. Es decir, a ser afectuosos colaboradores del parto, nacimiento y crecimiento de un nuevo pueblo sin excluidos; capaces de transitar el camino del mestizaje como vía de crecimiento cultural, social y eclesial.

 

Nuestra Señora de Guadalupe encarnó y suscitó ya entonces, una evangelización inculturada e inculturante. Modo de comunicar la Buena Noticia, no concebible, ni aplicable para los europeos de esa época –y a veces, tampoco vivido por nosotros en el presente–; que logró que los evangelizandos, recibieran, expresaran y vivieran el Evangelio desde su propia cultura, y no desde la de otro pueblo.

 

Dado que el ser humano no tiene ninguna posibilidad extracultural, si bien el Evangelio es supracultural, las mujeres y los hombres no tienen ninguna probabilidad de vivirlo, si no es asociado a un modo de ser común y peculiar. La fe siempre se recibe, toma cuerpo y se comparte, en y a través de una cultura concreta; sea la propia, que es lo que entonces hay que procurar, o la de otro, no pudiendo jamás ser etérea o ahistórica. Es que, podemos considerar alienante una fe vivida desde un modo de ser ajeno o perteneciente a otro pueblo; pues en ese caso la gracia no respeta esa segunda naturaleza, surgida del cultivo de la primera.   


La misión, entendida como evangelización de la cultura y de las culturas, busca el encuentro de cada una de ellas con Cristo; pero, a veces, y en vinculación con lo que expresábamos en el párrafo anterior, de hecho, lo que se da es un choque. Una colisión, entre la fe inculturada del evangelizador y el modo de ser común del pueblo que recibe el anuncio de la Buena Noticia, sea que la escuche o no, por primera vez. Y realmente, tanto para que se produzca dicho encuentro –y se medie la salvación, sin ser abortada, humanamente hablando, por un encontronazo–, como por consecuencia del mismo, deben producirse además de afirmaciones y continuidades, conversiones en las particularidades del evangelizador y del evangelizado. Dinámica de cambios siempre enriquecedores, pero que exigen sacrificios, podas o transgresiones de aspectos, profundos o de manifestación, no esenciales al Amor de Dios y lo que Él implica, y justamente por esto último.


Esperamos en Dios, tanto en la búsqueda de la coincidencia y comunión entre diferentes en general, como en la que específicamente se busca al anunciar al Salvador, pueda ayudarnos esta producción, por vía de plenificación o florecimiento, a realizar las renuncias y modificaciones necesarias en cada caso. A suscitar, en el Amor, las necesarias novedades en la continuidad, tanto en el que transmite el Evangelio, como en el que lo recibe. Subyace en esta dinámica, la necesidad de encarnar una pedagogía acorde que permita concretar ese camino de concordia y fecundidad, por mediación de una comunicación y palabra sacramental.

 

Justamente eso hace y logra Nuestra Madre de Guadalupe, armonizando imagen y logos, con su apertura simbólica. De esta manera, Ella une, y da lugar a unir cielo y tierra; y, más aún, a mestizar e integrar hasta lo contradictorio para sus interlocutores, movilizando a sanar dolores y a liberar de culpas. Su mensaje profundo, en apertura sugerente a lo propio de aquellos que se relacionan con su Icono o historia, desafía a escandalizar por dar, más que por no dar. Animando a compartir, como explicitaremos y fundamentaremos aún con mayor profundidad, de acuerdo a la bondad de Dios, y no sólo según los criterios de una lógica de la equidad.

 

La palabra del hombre, tal como lo es él mismo y la realidad de todo lo existente, es sacramental. Es por eso que cualquier comunicación es auténticamente humana y humanizadora, cuando evita caer tanto en la sobrevaloración acrítica e intelectualista del logos o iconoclastía, como en la idolatría o postura igualmente unilateral que sobredimensiona ingenuamente la manifestación o imagen.  Es así inculturante en su aspecto icónico y narrativo el símbolo guadalupano, y plasma y prolonga una evangelización de las culturas; porque todo el acontecimiento es una palabra integral y sacramental, auténticamente humana y humanizadora, y así eficazmente salvadora y reconciliadora, al hacer presente lo absoluto en lo efímero.

 

 

 

 

9. Enriquecer y enriquecerse en interrelación


Como ya decíamos, las flores grandes que están en el vestido de Nuestra Madre de Guadalupe, son flores cerro o corazón. Además de representar, entre otros aspectos, a diversas montañas o cerros de México; remiten a las dos palabras que unidas o apareadas, utilizan los pueblos originarios de dicho país, para significar persona y pueblo: el difracismo rostro-corazón.

 


 
Dejemos educar por Ella, nuestros pueblos y personas, para que tengamos rostros y corazones maduros y plenos, como lo es el de Nuestra Señora; y aprendamos así a vernos y a tratarnos más como hermanos. La Virgen y Madre, para ayudarnos, también nos ofrece su Persona, vida y corazón, representado por la flor cerro que asoma entre sus manos orantes.

 

Podemos y debemos contrarrestar, con la universalidad del mensaje evangélico y su trascendencia de toda entidad colectiva o singular, a todos los particularismos de signo egoísta y dominador. Favoreciendo de esta forma, y al mismo tiempo, tanto el respeto del derecho que toda identidad tiene de vivir la Buena Noticia desde sí misma, como su comunicación y solidaridad con las otras.

 

Es así, en el marco de lo anterior, nos parece, cómo la Iglesia, siempre llamada a ser y significar un surco de eternidad en la historia, siendo lugar de encuentro con Dios y con los hermanos, para fraguar la integración y comunión universal, debe colaborar en este presente a la consolidación de las diversas identidades culturales. Animando a esas identidades, al mismo tiempo y en consecuencia con lo explicitado, tanto a afirmarse en su peculiar asimilación del Evangelio y de los avances de hoy, como a hacer lo anterior y re-conocerse, en su conexión con las diferentes y por su mediación.

Buscando de esta manera no sólo unir cielo y tierra, y armonizar y aprovechar fecundamente lo propio de cada particularidad; sino también, la riqueza vincular, al favorecer la comprensión intercultural entre los pueblos y las personas de diferentes religiones, sociedades o estratos.

 

Ocurre que en nuestro tiempo, con todas sus posibilidades tecnológicas de atenuar distancias y barreras físicas, en la cercanía entre los diversos, muchas veces esto se experimenta como molestia, y se acentúan los choques. A veces, incluso, se levantan muros, tanto en las fronteras internacionales, como dentro de los países y ciudades (barrios o colonias cerradas, autos blindados, etc.). Estas iniciativas aislantes y negadoras de porciones humanas, en el mejor de los casos, hacen más leves los conflictos o postergan su desenlace, pero sin sanarlos e incubando, en general, estallidos y discordias mayores.


El diálogo entendido como la escucha, manifestación y donación alternativa de lo propio de cada uno de los diversos, es la senda a recorrer, pensamos nosotros, para generar y experimentar relaciones superadoras de dichos males y sus raíces. El mismo, posibilita intentar edificar y estimular la simpatía, que permite descentrarse, ponerse en el lugar del distinto y reconocerlo en su alteridad irreductible. Nos ayuda así, al asistirnos para alcanzar la concordia, a poner en contacto, a aproximar y a mestizar a los diversos tú, a constituir de verdad un nosotros, y poder efectivamente vivir la diferencia en la igualdad, enriquecimiento generalizado y felicidad.  


Dicho camino, entonces, hace cultivar vínculos que nos hermanan y que, además, nos rescatan, al hacer significativo lo cotidiano, potenciando su contenido de plenitud y salvando de su embrión de muerte. Haciéndonos protagonizar interrelaciones sociales significativas que provocan historias compartidas, vivencias solidarias, fusión de experiencias y reconciliación; tanto ante la interpelación de las necesidades de los desconocidos como de los conocidos, y al incentivarnos a dar respuesta positiva, independientemente de merecimientos previos. Todo lo cual fortalece a decidir por convivir y sacrificarse por los demás, aún cuando alguien se crea que no necesita al otro en general, o a tal o cual otro; superando una libertad meramente egocéntrica o descomprometida, que bloquea una comprometida caridad y auténtica fraternidad. 

 

 

 

10. Pueblo en peregrinación


Los rayos del sol, saliendo entre nubes de lluvia, tal como se encuentran detrás de Nuestra Señora de Guadalupe en la tilma de San Juan Diego, significan para los indios la llegada de Dios.   Su misma Madre, vemos también de esta forma en el ayate del indio, nos visita para traernos a su Hijo. Así, Ella está mediando la salvación; es decir, haciendo crecer en la tierra o túnica, flores que tienen su raíz en el cielo o manto.

 


 
De esta manera, Nuestra Madre quiere hacer posible que transitemos hacia una mayor plenitud, como bautizados y Pueblo de Dios entre pueblos, al auxiliarnos para que nos identifiquemos existencialmente con Cristo, al movilizarnos a edificar un pueblo de hermanos; que es ese nuevo templo que está pidiendo, simbolizado por sus manos orantes haciendo casita.

 

Respetando y asumiendo entonces los valores humanos de las variadas culturas, la misión tiene por meta encarnar, práctica e históricamente, el sentido cristiano de la vida en cada una de las identidades y circunstancias concretas. De este modo, cuando el Pueblo de Dios “...anuncia el Evangelio y los pueblos acogen la fe, se encarna en ellos....”.  Y exactamente en el momento en que dichos pueblos y sus integrantes, reciben, recrean y transmiten protagónicamente el Evangelio, es cuando propiamente se concreta la inculturación de la fe, generándose e instaurándose efectivamente esa mutua interacción salvadora, una vinculación permanente entre su modo de ser común y la Palabra.


Cuando Nuestra Señora de Guadalupe visita América, es amando cómo Ella conoce a los demás, les muestra a su Hijo y genera la inculturación; al participarles de esa manera la profundidad de su ser y acción, y al conducirlos a su despliegue y peregrinación compartida. Generando, de esa forma, un protagonismo colectivo y superador, que reciben y es suscitado en los que se vinculan con Ella; pero en primer lugar, en su sencillo y muy digno de confianza embajador, San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, y en el postrado y mortalmente enfermo tío de dicho mensajero, el anciano Juan Bernardino. Concede, sin dudas, a estos humildes, empobrecidos, despreciados y perseguidos, de modo supereminente, el lugar de mayor privilegio: hablar y estar con Ella en persona y antes que los demás. Privilegio que luego, con la colaboración de dichos indios, en su Sagrada Imagen e historia, extenderá con análogas consecuencias, al ponerlo al alcance del obispo y de todos los que quieran contemplarlas.


Es sumamente impactante comprobar lo anterior, y lo hemos podido experimentar por pura gracia, cómo Nuestra Señora de Guadalupe, también hoy ayudada por sus “Juanes Diegos” y sus “Juanes Bernardinos”, contagia, comparte y prolonga esa dinámica comunitaria. En la oración, pensamos, superando y consumando análisis, explicaciones y conceptos, Dios nos puede regalar sus dones para protagonizar, cada vez mejor, acontecimientos animados por esa potencia de crecimiento e inclusión. Oración y dones, que integrarán y pediremos, al desarrollar y estructurar nuestra criteriología de apropiación.  


Es importante que sepamos ver, cómo los peregrinos al Tepeyac, con su lenguaje multifacético y polifónico, nos conducen a Nuestra Madre y a sus enseñanzas; sumergiéndonos en ese movimiento de mestizaje e inculturación, que es clave de edificación, tanto social como eclesial. Tal como lo hizo sobre todo el primer peregrino,  pero también su tío, estos sucesores y mensajeros actuales, nos iluminan y muestran el camino para encontrarnos con Aquél que hace que Ella nos mire con Misericordia. Sus miradas y vestimentas, su música y danzas, sus flores, veladoras y copal o incienso, con sus aplausos, gritos y exclamaciones, bombas y fuegos artificiales; transforman, incluso a los turistas distraídos o a los errantes, con todo lo que son y poseen, en emocionados peregrinos a la Imagen Sagrada. 


Que nos dejemos concebir por los mencionados peregrinos, y por los de otros lugares, y por aquellos embajadores que llevan la Imagen e historia de la Virgen Morena en cualquier sitio, como auténticos mensajeros guadalupanos. Como enviados y testigos, capaces así, de  recibir y compartir, sabiamente y como Pueblo entre pueblos, al Hijo; al encarnar esta posibilidad paradigmática en la historia, hacia adentro y hacia afuera de los límites visibles de la Iglesia.

 

 

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